Tras el Tercer Concilio de Constantinopla, el siguiente evento ecuménico fue el Segundo Concilio de Nicea, celebrado en el año 787.
Este concilio fue convocado por la emperatriz Irene de Bizancio y su hijo, el emperador Constantino VI, con el objetivo de resolver la crisis provocada por la iconoclasia, un movimiento que había surgido en el siglo VIII y que prohibía el uso de imágenes religiosas, considerándolas una forma de idolatría.
La iconoclasia había dividido profundamente al Imperio Bizantino, con muchos emperadores apoyando la destrucción de íconos y otros objetos religiosos, mientras que numerosos monjes, teólogos y fieles defendían su veneración como medios legítimos para honrar a Dios y a los santos.
El concilio se reunió en la ciudad de Nicea, lugar simbólico donde se había celebrado el primer concilio ecuménico en el año 325.
Los obispos participantes, apoyados por el papa Adriano I, defendieron la veneración de imágenes, argumentando que los íconos no eran adorados en sí mismos, sino que dirigían la devoción hacia la realidad divina que representaban.
Este razonamiento se basó en la teología de San Juan Damasceno, quien había escrito extensamente en defensa de las imágenes sagradas. Se estableció una distinción clara entre la adoración, reservada únicamente a Dios, y la veneración, permitida para los íconos.
El concilio concluyó con la condena de la iconoclasia y la restauración del uso de imágenes en la liturgia y la vida cristiana. Sin embargo, las tensiones continuaron durante décadas, y la iconoclasia resurgió brevemente en el siglo IX antes de ser eliminada definitivamente.
Este concilio marcó un hito en la tradición cristiana al afirmar la legitimidad de las representaciones sagradas, consolidando la práctica de venerar imágenes en la Iglesia Oriental y Occidental.
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